Vivo en un lugar donde el mar es el protagonista y la tierra le brinda pleitesía apeándose en su regazo; unas pocas veces con dureza y otras, las más, mansamente, como un espejo reflejando su belleza. Mis huellas sobre los plácidos arenales recitan poemas cuyos versos quedan atrapados en la temporalidad de la vida. Nada tan bello tendría valor sin el despertar del Sol, que cada amanecer presta su luz dando sentido al renacer de cada día; convirtiéndose en el mayor y más bello espectáculo del mundo. (Sólo con decir esto ya habría terminado.)

Mi país, en ciertas estaciones del año, tiene un gran parecido con la indefectible Insula Firme o con el mismísimo Reino de Sobradisa, donde son frecuentes las correrías y desventuras del Doncel del Mar, Amadís de Gaula, con duendes, gobelines, ondinas, gnomos, silfos y salamandras. También tiene un parecido a leyendas importadas como la de Lady Godiva, esposa de Leofric, conde de Mercia, paseando desnuda en un caballo por las playas de las Ciudad Durmiente. O la del célebre fantasma del castillo de Eilean Donan, a la espera de un selfie ocasional. Gestas, relatos y ficciones que son siempre humectados de abundante ambrosía, vino e hidromiel.

En otros períodos adquiere el esplendor del Jardín de las Hespérides, con sus árboles de manzanas de oro, similar al que Gea donó a Hera como regalo de su boda con Zeus. Custodiado por las mismísimas ninfas Erythrai o Hijas del Atardecer, transformándose en un lugar de cortejo, enamoramiento y lujuria. Y por si fuera poco, a corta distancia, en un cercano atolón similar a la Isla de Ogigia, se encuentra la gruta donde la bella Calipso, hija de Titanes, ejerce su sensual influjo, bajo la luz de un candelabro mágico, ofreciendo la inmortalidad a los atrevidos viajeros que se acercan imprudentes a sus límites con objeto de retenerles.

Es como entrar en otro cosmos, donde nos atrapa el miedo al no ser y nuestra mente se ralentiza. Para acceder, hay que desvestirse de realidad y aferrarse al primer sueño que se nos acerque. El túnel enmascarado que comunica esta tierra con el resto del mundo es inmenso y profundo. Al fondo, para entrar, una fogosa luz brillante nos da la bienvenida expandiendo los sentidos ante la más hermosa de las postales. Nos paralizamos incapaces de apreciar la belleza en toda su magnitud. Una enorme cúpula celeste trasparente y luminosa conjuga, en un mágico microclima de tierra, naturaleza, mar y sol, un país donde hombres y mujeres de todo el orbe conviven festejando sin descanso su existencia atemporal.

Dos enormes cordilleras ponen freno al frío Viento del Norte y fortifican sus bondades formando la «U» de Ubertnia, abierta en dirección a un mar antiguo y primigenio. En el centro exacto del gigantesco muro de montañas, cerros, colinas y viejos volcanes extintos se alza majestuosa una mole granítica, con forma de campana gigante. Es un otero sagrado, como la peña Hiampea o el monte Parnaso. Gentes venidas de todas partes peregrinan estos suelos sin descanso, impregnándose de su sol y bañándose en sus atávicas aguas surgidas bajo el farallón acampanado; impresionante pico que domina tierras y mares, de cuyas entrañas brotan manantiales con nombre de santuario o refugio de hombres; similar a la fuente Castalia de Delfos, donde los peregrinos se purificaban antes de entrar en el recinto sagrado.

El cielo, de un azul zafiro, se refleja como mágico espejo en un abismo de agua teñida de lineas lapislázuli, tendiendo a esmeralda según pasan las horas. Para formar un enorme entramado balanceante, bautizado por antiguas civilizaciones como Nuestro Mar; navegado por comerciantes y guerreros, antecesores del hombre cauto, cuyas naves transportaron ánforas, vasijas y cofres repletos de la esencia y el espíritu de sus tierras. Su legado, unido a la estirpe originaria, permanece tatuado en la dura piel de todos sus pobladores, generación tras generación hasta la actualidad.

De entre esa conjura de agua, tierra, aire y sol emergen construcciones de piedra caliza, casas detrás de venteadas cortinas blancas, con volúmenes cuadrados de un blanco inmaculado. Su color es el de la alegría, la pureza y la luz; un mundo propio, que reúne la gravedad de una abadía, la sensualidad del aire marino, el minimalismo que se presenta sin posicionarse y la limpidez de la estética de los países de Nuestro Mar. Es silencioso, atemporal, clásico y absoluto; seduciendo al que lo observa y provocándole la voluntad de sentirse partícipe. Todo ello flanqueado por un exterior inverso: Al Norte, albuferas y humedales irrespirables; al Sur, sequedad y lagunas de sal; al Oeste, estepas y mesetas interminables. Al Este, un talismán, ese mar prodigioso bendecido por el más nítido y cálido amanecer de Nuestro Padre Sol, que todo lo cubre, protege y ampara. Y como contrapunto, exuberante, Ubertnia.

Diseña un sitio como este con WordPress.com
Comenzar